Homilía de la Epifanía del Señor 2011

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“Vimos surgir su estrella y hemos venido a adorarlo” (Mt 2, 2). Con estas palabras que los magos de Oriente dijeron en Jerusalén, al preguntar por el rey de los judíos recién nacido, aparece claro que el Reino de Dios está abierto a todos los pueblos de la tierra y que todos los pueblos de la tierra están abiertos al misterio del Reino. Los magos, al igual que María, lo reflexionamos ayer, eran personas abiertas al misterio y creyentes en Dios: vieron y siguieron su estrella.

“Vimos surgir su estrella y hemos venido a adorarlo”

 Textos: Is 60, 1-6; Ef 3, 2-3. 5-6; Mt 2, 1-12.

Dios incluye a todos los pueblos en su proyecto salvador

“Vimos surgir su estrella y hemos venido a adorarlo” (Mt 2, 2). Con estas palabras que los magos de Oriente dijeron en Jerusalén, al preguntar por el rey de los judíos recién nacido, aparece claro que el Reino de Dios está abierto a todos los pueblos de la tierra y que todos los pueblos de la tierra están abiertos al misterio del Reino. Los magos, al igual que María, lo reflexionamos ayer, eran personas abiertas al misterio y creyentes en Dios: vieron y siguieron su estrella.

El recién nacido se convierte en el centro de la búsqueda de todos los pueblos, como aparece en los textos bíblicos recién proclamados. Un niño pobre, indefenso, nacido en la periferia de Belén, envuelto en pañales, recostado en un pesebre, atrae a toda la humanidad, presente en los magos: caminarán los pueblos a tu luz y los reyes, al resplandor de tu aurora (Is 60, 3); todos se reúnen y vienen a ti (v. 4), expresa con gusto el profeta Isaías hablándole a Jerusalén.

El rey de los judíos, nacido en Belén, hace que hombres y mujeres sin distinción de raza, sexo, color, credo, ideología, tengamos acceso al proyecto liberador de Dios, que no es exclusivo ni para Israel, el antiguo pueblo de Dios, ni para la Iglesia, el nuevo pueblo de Dios. Como lo expresa Pablo: por el Evangelio –y el Evangelio es Jesús– también los paganos son coherederos de la misma herencia, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la misma promesa (Ef 3, 6).

Los magos, abiertos al misterio que se les ha revelado en las estrellas, se dejan guiar hasta llegar al niño para adorarlo. Esto nos dice lo que tiene que ser toda nuestra vida: una permanente apertura al misterio de Dios, un continuo captar los signos de los tiempos, una incesante búsqueda de Jesús, para encontrarnos con Él. Así les sucedió a los magos, que no se dejaron encandilar por el poder de Herodes ni por los conocimientos de los sumos sacerdotes y escribas.

El encuentro con el niño, que estaba con María, su madre, transforma a los magos: no solo se alegran con la estrella que los conduce hacia Él ni con su presencia, sino que ponen toda su persona al servicio del Hijo de Dios. Eso significa el que lo hayan adorado y ofrecido sus regalos. También se dejaron transformar por el pequeño. Por eso ellos tomaron otro camino, distinto al que conducía al palacio de Herodes. Este era un camino de muerte, el otro un camino de vida.

El camino nuevo expresa el nuevo modo de vivir, que nosotros conocemos como la conversión. El encuentro con Jesús, para quien lo vive a plenitud, lleva a una nueva vida. Nadie puede encontrarse con el Señor y seguir igual. Tiene que haber un cambio. Y este se tiene que manifestar en actitudes concretas: amando, sirviendo, perdonando, siendo amigo, solidarizándose con el pobre. Este es el modo de participar de su herencia y de ser miembros del mismo cuerpo.

El encuentro con Jesús es para adorarlo, para poner toda nuestra persona a su servicio. Esta es la mejor ofrenda que le podemos presentar, como los magos. Pero, al igual que ellos, nos tenemos que dejar guiar por las personas, muchas veces miembros de nuestra familia y comunidad o compañeros de trabajo, que nos invitan a buscarlo, conocerlo, adorarlo y escucharlo. Si los magos no se hubieran dejado guiar, simplemente no lo hubieran encontrado ni adorado.

En la Eucaristía de este domingo tenemos la oportunidad de encontrarnos con Jesús no solo en el Evangelio sino especialmente en la Comunión sacramental. Tenemos que estar abiertos a su misterio para recibirlo, para dejar que entre nuevamente en nuestra vida y nos transforme. Él mismo se convierte en nuestra estrella: nos conduce al Padre y a los hermanos para servirlos. Encontrémonos con Él, adorémoslo, dejémonos transformar y emprendamos un camino nuevo.

2 de enero de 2011

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