Japón nos pone en Alerta
El pasado mes de marzo fuimos testigos del sismo de nueve grados que azotó el archipiélago de Japón y del terrible tsunami que devastó la región noreste de la isla. Atónitos vimos cómo el mar entraba al territorio, llevándose todo lo que encontraba a su paso. Las consecuencias fueron muy dolorosas. A los miles de muertos, casas destruidas y carros amontonados, se sumó el daño a la planta de energía nuclear de Fukushima Daichii, con la consecuente tensión e inseguridad, no sólo en Japón, sino a nivel mundial. Ha habido escape de radiación y peligro para la salud. De hecho, han evacuado a los habitantes que vivían a un radio de 25 kilómetros de la planta, y miles de japoneses y de turistas que se encontraban en ese país, abandonaron Japón y se dio un éxodo masivo hacia los países vecinos.
Las consecuencias de esta catástrofe natural todavía están por cuantificarse. Sólo a nivel económico, las pérdidas se estiman en 300 mil millones de dólares.
Aquí surgen muchas preguntas: ¿Puede instalar el hombre algo de cuyo funcionamiento no está absolutamente seguro? ¿Realmente controla el hombre la energía atómica? Y si éste fuera el caso ¿Puede controlar a la naturaleza, a la madre tierra en la que él vive? Se afirma una y otra vez que una planta de energía nuclear tiene todas las medidas de seguridad y que, en consecuencia, sí se puede instalar y usar para producir energía eléctrica para la industria y otros usos. En el caso de Japón, no bastaron las normas de seguridad, todas fallaron; la naturaleza es grandiosa y terrible, y así lo mostró.
La pregunta entonces es ética y teológica: ¿El ser humano controla a la naturaleza? ¿Puede el hombre disponer de ella a su arbitrio? O se deben usar otros parámetros y otro tipo de relación entre el hombre y la naturaleza.
Desde la visión cristiana caben un par de precisiones. Siempre se ha traducido el texto del génesis 1,28: “Sean fecundos y multiplíquense. Llenen la tierra y sométanla…” como un texto que avala el total dominio de la creación por parte del hombre. Pero ¿Qué dice realmente el texto del génesis? La palabra hebrea que se usa es kibesháh: taburete.
Los reyes usaban un taburete para poner los pies al sentarse. Muchas versiones de la Biblia que están en idiomas occidentales dicen que Dios le entrega al ser humano la tierra para que la domine (1,28). Si traducimos literalmente, entendemos que Dios le entrega al ser humano la tierra para que se apoye en ella=kibesháh.
En el salmo 110,1 leemos: Dijo Dios a mi Señor: «Siéntate a mi derecha, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies». Algunos teólogos de la Biblia, al leer que Dios le da la tierra al ser humano para que la haga kibesháh =(h’ h’vub.k) que es el femenino de kibésh = (vub.k), tradujeron la palabra como domínenla. De hecho, según nosotros, en el salmo 110 deberíamos traducir “hasta que finalmente tus enemigos sean tu apoyo».
Esta traducción está más en consonancia con lo que viene a continuación: alimentarse de la tierra: su apoyo, sustento para la vida.
Dios le pide al ser humano que reglamente y ordene=yirdú= las plantas, los peces, y todos los demás seres vivos (Gén 1,29-30).
No tanto le pide Dios al hombre que mande a los peces y aves, sino que los ordene. El hombre tiene la misión de hacer de esta tierra un orden, un cosmos.
Entonces, la labor del hombre es trabajar esta tierra y ordenarla para que toda ella “sea un taburete, una alabanza a su creador”. Pero esta alabanza de la creación debe ser en armonía entre Dios, la creación y el ser humano. Si se rompe esta armonía, se va contra el plan de Dios. No es posible entonces apelar a un supuesto dominio exclusivo por parte del hombre sobre la creación, para que él disponga a su antojo de los seres creados y manipule sin responsabilidad los elementos de la naturaleza. Es más, naturaleza es un concepto creado en la época del Renacimiento para sustentar un supuesto último a lo que se puede hacer referencia, igual que sujeto en la época moderna. Pero para la Sagrada Escritura y para los pueblos indígenas del mundo, la tierra nuestra no es naturaleza sino creación, es sagrada, es nuestra Madre, de ella venimos, de ella nacemos. No es la tierra la que le pertenece al ser humano, es éste el que pertenece a la tierra. Por eso debemos venerarla, cuidarla, de ella nos alimentamos, a ella volveremos. Debemos aprender a vivir en armonía con ella.
Termino con una de Declaración de los pueblos indígenas:
“Pertenecemos a la Madre Tierra, no somos dueños, saqueadores, ni vendedores de ella y hoy llegamos a una encrucijada: el capitalismo imperialista ha demostrado ser no solo peligroso por la dominación, explotación, violencia estructural sino porque también porque mata a la Madre Tierra y nos lleva al suicidio planetario, que no es ni “útil” ni “necesario” …
Publicación en Impreso
Número de Edición: 109
Autores: P. Juan Manuel Hurtado
Sección de Impreso: Ventana desde la Fe