Homilía para el 31er domingo ordinario 2012
La felicidad
Textos: Dt 6, 2-6; Hb 7, 23-28; Mc 12, 28-34.
En nuestros días casi todo el mundo pone la felicidad en el dinero, las tarjetas de crédito, la casa, el carro, la ropa de marca, los celulares y las computadoras más nuevos, el alcohol, la droga, el sexo; hay quien se siente feliz aprovechándose de los demás, sacando ventajas, golpeando, haciendo tranzas. La Palabra de Dios nos dice en qué consiste la verdadera felicidad: en poner en práctica los mandatos de Dios, que Jesús sintetiza en el mandamiento del amor.
La felicidad
Textos: Dt 6, 2-6; Hb 7, 23-28; Mc 12, 28-34.
En nuestros días casi todo el mundo pone la felicidad en el dinero, las tarjetas de crédito, la casa, el carro, la ropa de marca, los celulares y las computadoras más nuevos, el alcohol, la droga, el sexo; hay quien se siente feliz aprovechándose de los demás, sacando ventajas, golpeando, haciendo tranzas. La Palabra de Dios nos dice en qué consiste la verdadera felicidad: en poner en práctica los mandatos de Dios, que Jesús sintetiza en el mandamiento del amor.
En la primera lectura escuchamos a Moisés hablándole a su pueblo de parte de Dios. Les pide que cumplan sus mandamientos, que lo hagan siempre y que los enseñen a sus hijos. Esto supone conocer los mandatos, entenderlos, hacerlos propios, grabarlos en el corazón y traducirlos a las obras. Lo que Dios pide es que sepan vivir como hermanos. El fundamento está que Él es el único Señor y pide que se le ame con toda la persona, como lo recuerda Jesús.
El hecho de cumplir los mandamientos de Dios es lo que produce la felicidad. Esto es algo que tenemos que repensar en nuestra vida, convencernos y buscarlo. Al menos, así lo expresa Moisés, al decirles a los israelitas que pongan en práctica los mandamientos y así serán felices, personalmente y como pueblo. Cuando un escriba, para ponerle una trampa, le preguntó a Jesús sobre el primero de todos los mandamientos, Jesús recordó las palabras de Moisés.
Jesús puso en primer lugar el amor a Dios y, como buen israelita, convencido, dijo que hay que amarlo con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente y con todas las fuerzas. Todo lo que hace y todo lo que dice un miembro del pueblo de Dios tiene, o tendría, que ser para mostrar el amor a Dios. Y añade la otra parte del mandamiento del amor: amar al prójimo como a uno mismo. En el fondo, Jesús estaba diciendo que eso traería la felicidad.
Él mismo vivía esta doble dimensión. Amaba a Dios, lo llevaba en lo más profundo de su corazón y por eso servía, perdonaba, curaba, multiplicaba el pan; amaba a los demás, de modo especial a los pobres, a los excluidos, a los pecadores, a los enfermos. Él era feliz; y no tenía ni dónde reclinar la cabeza, vivía pobre, era reconocido como uno de los de abajo: el hijo del carpintero, le decían. Así vivió su sacerdocio día a día, sacerdocio del que habla la segunda lectura.
El autor de la Carta a los Hebreos presenta a Jesús como el Hijo eternamente perfecto. Quien vive amando, vive en la perfección. El momento culmen de su amor fue la muerte en la cruz. Allí se ofreció definitivamente a sí mismo. Pero se sigue ofreciendo para nosotros en la Eucaristía. El escriba que le hizo la pregunta, le comentó la importancia de vivir con toda la persona el amor a Dios y al prójimo; le dijo que eso tenía más valor que cualquier sacrificio que se ofreciera.
Jesús lo felicitó y le dijo que no estaba lejos del Reino de Dios, por haber comprendido su enseñanza. Lo único que le faltaba –y quizá también a muchos de nosotros– era poner en práctica ese mandamiento del amor. Volvamos sobre nuestra vida: ¿en qué ponemos nuestros anhelos de felicidad? ¿Qué es lo que hacemos, buscando ser felices? No hay necesidad de tener dinero o bienes materiales, o vivir alcoholizados o en la droga, para ser felices. Basta con amar.
Jesús por amor se quedó en la Eucaristía. Su entrega se prolonga a través de los siglos en este sacramento. Hoy se nos dará en el pan y el vino como alimento. Si nos lo comemos es para fortalecer nuestro compromiso de amar. Necesitamos conocer cada vez más a Jesús y sus mandatos, comprenderlos, aceptarlos y grabarlos en el corazón, ponerlos en práctica, enseñarlos a los demás. Eso es lo que nos garantiza la experiencia de la felicidad. Dispongámonos a recibirlo.
4 de noviembre de 2012