Homilía para el 30° domingo ordinario 2016

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Abrirnos a la misericordia de Dios

ord30-c-16

Este domingo, junto con la celebración de la Resurrección de Jesús, vivimos dos acontecimientos importantes en nuestra vida: uno es el recorrido de las imágenes de la Sagrada Familia por las calles de la ciudad, que termina en la casa de los mayordomos, por lo que esta noche se convertirá en el templo de Zapotlán. El otro es el Domingo Mundial de las Misiones, en el que se nos recuerda el compromiso de orar por las misiones y sobre todo de salir a la misión.

Abrirnos a la misericordia de Dios

Textos: Eclo 35, 15-17. 20-22; 2 Tim 4, 6-8. 16-18; Lc 18, 9-14.

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Este domingo, junto con la celebración de la Resurrección de Jesús, vivimos dos acontecimientos importantes en nuestra vida: uno es el recorrido de las imágenes de la Sagrada Familia por las calles de la ciudad, que termina en la casa de los mayordomos, por lo que esta noche se convertirá en el templo de Zapotlán. El otro es el Domingo Mundial de las Misiones, en el que se nos recuerda el compromiso de orar por las misiones y sobre todo de salir a la misión.

En el Evangelio escuchamos una parábola que dijo Jesús sobre algunos que se tenían por justos y que se sentían con derecho a juzgar y despreciar a los demás. Es algo que nos sucede muchas veces a nosotros, sobre todo a los núcleos “más metidos” en la Iglesia: obispos, sacerdotes, catequistas, religiosas y religiosos, movimientos… Nos sentimos buenos, con derecho a juzgar a los demás, a señalar cosas de su persona, familia o costumbres, incluso públicamente.

En la parábola, Jesús puso de comparación las actitudes de un fariseo y de un publicano en su oración a Dios. Señaló el lugar donde cada uno se puso a orar, la actitud y lo que le decía a Dios. Los dos estaban de pie y lo invocaron: “Dios mío”, le decían. Solamente que lo demás era distinto: la cabeza, la mirada, la actitud, el resto de su oración y, como consecuencia, la respuesta de Dios hacia ellos. Jesús no condenó a las personas sino a sus gestos y actitudes.

El fariseo con actitud soberbia daba gracias a Dios porque no era como los demás. Era bueno, fiel cumplidor de la ley, justo; perfecto, en una palabra. Incluso no era como el publicano que estaba detrás, a la entrada del templo; o sea, no era pecador, ladrón, abusivo, lacayo de los romanos. Lo único que se merecía era que Dios le reconociera sus buenas obras, que lo felicitara porque era perfecto como Dios mismo, que lo premiara por su fidelidad a la ley.

En cambio, el publicano tenía la cabeza baja, en actitud de quien sabe que falló, que ha sido infiel a la ley, que no ha cumplido los mandamientos de Dios, que no ha sido hermano. Se sentía avergonzado ante el Señor, pues nada tenía que ofrecerle. Al contrario, sabía que Dios lo podía castigar y que tenía todo el derecho de hacerlo. Lo único que le presentó fue la súplica de que tuviera piedad de él, que fuera compasivo y misericordioso, pues era un pecador.

Qué diferente la actitud de los dos: el bueno y santo, pidiendo y esperando la alabanza de Dios; el malo y pecador, pidiendo y esperando solamente su misericordia y perdón. Y Dios, que es justo juez, como confiesa el autor del Eclesiástico, viendo el fondo del corazón de cada uno, dio su veredicto: el “perfecto” fue rechazado como justo, mientras que el pecador fue justificado. Como dice el Eclesiástico: Dios atiende la oración del humilde y el justo juez le hace justicia.

El pecador, el malo, el infiel, experimentó la misericordia de Dios. Se puso de modo para que lo perdonara, no se puso a juzgar al fariseo sino a sí mismo. Esto es fundamental en la vida de los miembros del Pueblo de Dios. Abrirnos a la misericordia de Dios reconociendo la propia fragilidad, asumiendo nuestros errores y pecados, confesándole nuestros pecados, lo que nos pone en el camino para ser justos a los ojos de Dios. La actitud del fariseo nos cierra esa posibilidad.

¿Cómo nos ubicamos ante los demás? ¿Cómo buenos, santos y perfectos, incluso al grado de sentirnos con derecho a juzgarlos? ¿O como pecadores, imperfectos, infieles? ¿Qué actitud tomamos ante Dios? ¿Esperamos que nos premie o que nos muestre su misericordia dándonos su perdón? Pidamos a Dios la sencillez para reconocer nuestros pecados y no ser jueces de los demás, aunque fallen; supliquémosle que sea misericordioso con nosotros y nos perdone.

23 de octubre de 2016

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