Homilía para el 1º de enero de 2021 (Santa María, Madre de Dios)
Este día de fiesta en honor al Santo Niño Milagroso, cuya imagen la tenemos aquí desde 1950, celebramos a la Virgen María, como Madre de Dios. Con esta celebración Eucarística damos gracias a Dios por el don de su Hijo, nacido de una mujer, como dice san Pablo, y por el testimonio de fortaleza de esta mujer.
La Madre del Santo Niño nos fortalece
Textos: Nm 6,22-27; Gal 4,4-7; Lc 2,16-21
Este día de fiesta en honor al Santo Niño Milagroso, cuya imagen la tenemos aquí desde 1950, celebramos a la Virgen María, como Madre de Dios. Con esta celebración Eucarística damos gracias a Dios por el don de su Hijo, nacido de una mujer, como dice san Pablo, y por el testimonio de fortaleza de esta mujer. Además, por ser el primer día del año, nos ponemos en manos de Dios, para pedirle que sepamos proyectar la vida y la paz que Él nos da y que quiere para nosotros, sobre todo en medio del ambiente de prevención y emergencia por la pandemia de Covid-19; le pedimos que nos proteja, porque nos cuidaremos.
La Virgen nos da testimonio de fortaleza ante la adversidad. Nosotros muchas veces renegamos, incluso contra Dios, por lo que nos sucede, sobre todo cuando no nos va bien, no nos salen las cosas o no entendemos lo que nos pasa. Así sucede en la vida personal, en la relación de pareja o en la familia, en la comunidad, el trabajo o la calle. Así le aconteció muchas veces a María de Nazaret; pero cuando vivía estas situaciones, ella las guardaba y las meditaba en su corazón como nos narra san Lucas. Es decir, se ponía a discernir delante de Dios lo que tenía que hacer y cómo debía ubicarse para mantenerse fiel a Él y cumplir su misión de esposa y de madre. No renegaba, sino que se abría a la voluntad de Dios.
Por señalar algunas de esas situaciones, recordemos cuando el ángel Gabriel le comunicó el proyecto de ser la madre del Salvador, estando ya comprometida en matrimonio con José; cuando estaba a punto de dar a luz al Santo Niño y no encontrar un lugar en la posada; todo lo que los pastores les platicaron del Niño —el texto de hoy—; tener que huir a Egipto, porque el tirano Herodes quería matar al Niño; cuando Jesús se les perdió en Jerusalén y nada supieron de Él durante tres días; cuando a su Hijo lo trataban de loco, endemoniado, borracho, tragón, pecador, violador de la ley, amigo de publicanos y prostitutas; y, sobre todo, cuando injustamente lo condenaron a muerte, lo cargaron con la cruz y lo crucificaron; lo vio agonizar y morir, recibió su cuerpo despedazado y lo llevó a sepultar.
Para ella no fueron situaciones fáciles de entender y asimilar, pero encontraba la fuerza para sostenerse y salir adelante, no en sí misma sino en el Señor; las guardaba y meditaba en su corazón. Esto lo transmitió a su Hijo Jesús, que fue muchas veces probado en su vida y en la realización de su misión; y se sostuvo en ella hasta dar su vida en la cruz.
Así como María, y muchas veces fortalecidas por ella, la mayoría de agentes de pastoral de nuestra parroquia y de nuestra Diócesis son y han sido mujeres. Conscientes de su misión, y con limitaciones personales, problemas familiares, críticas y agresiones de sus vecinos, se mantienen sirviendo a la comunidad. La Diócesis ha buscado realizar la misión durante los 48 años de su vida, y ha sido en gran parte con la fuerza de las mujeres. Por eso, hoy damos gracias al Señor por el testimonio de fortaleza de la Virgen y de las mujeres.
Dispongámonos a recibir sacramentalmente a Jesús en la Comunión. Pidámosle que, al igual que su Madre y que muchas mujeres de nuestra comunidad, nos decidamos a colaborar en la misión, aunque tengamos problemas y muchas veces no encontremos la salida.