Nos hacemos fuertes | El derecho y el honor de ser feminista
Soy feminista, como mujer y como víctima de abuso sería antinatural para mí no serlo. Pero no soy tan fuerte como otras. Hasta ahora me ha dado miedo acudir a las protestas, mi corazón siempre se encuentra ahí pero el miedo no deja que mi cuerpo asista. La represión de las autoridades, las amenazas de hombres que se organizan para ir a rociarnos ácido, que la sociedad se sienta con el derecho de cuestionar una y otra vez mi decisión de estar ahí y apoyar a quienes ellos llaman ‘’feminazis’’, es demasiado para mí.
Incluso al escribir, no puedo replicar las horrorosas historias que ya todos conocen solo para captar la atención de quien me lee, para crear empatía a través de las imágenes mentales más tristes de Fátima, Ingrid, María Elena, Abril Pérez, las miles de víctimas de feminicidio en México en los últimos años, o las más de 250 que van tan solo en los primeros dos meses de 2020.
Es frustrante en todos los sentidos. Es difícil que un hombre nos entienda, aunque comparta nuestra indignación, cada día fuera de casa es un riesgo de no volver. Planear todo antes de salir de casa, vestirte lo suficientemente aceptable para que la sociedad no te culpe si algo te pasa. Al salir, cada auto sospechoso, cada persona que te ve más de tres segundos mientras habla por teléfono, cada calle o callejón solitario, el escalofrío cuando alguien camina tras de ti más de unos metros. Al esperar el transporte, procuras que no se te haga tarde porque tendrías que tomar un taxi y nadie te asegura que volverás a bajar de él, a dónde podrías correr, qué tan fuerte tendrías que gritar, a quién podrías pedir ayuda si algo pasa.
Después, los medios dirán “apareció muerta”, porque así se resta importancia a la crisis de feminicidios, violencia hacia la mujer, el genocidio; se niega la realidad de que nos matan solo por ser mujeres y en su lugar solo “aparecemos”. La víctima es exhibida con lujo de detalle, mientras que el agresor —si es que se menciona— ese sí queda en anonimato. Se parece a ti, tenía tu edad y complexión e incluso has frecuentado el mismo lugar de donde la secuestraron. Podrías ser tú, tu amiga, la mía, pude ser yo.
Nuestra mente es un remolino al llegar al trabajo o la escuela, y entonces otros opinan sobre algo que no entienden. “No son formas de manifestarse”, “No tienen derecho de dañar nuestro patrimonio”. Al fondo se escucha una conversación sobre cualquier cosa pero rematan con un “y la culpa no era mía ni dónde estaba ni cómo vestía’” seguido de unas risas. Si explotas, como comúnmente lo hacen los hombres sin ser juzgados, eres una feminazi loca.
Volvemos a casa con miedo, tomando las precauciones posibles. Exhaustas. Y entonces las feministas fuertes, las valientes que salen a gritar lo que nosotras no nos atrevemos convocan a un paro el 9 de marzo y por fin sientes que puedes hacer algo y es tan simple como no hacer nada, quedarte en casa, no exponerte, no ser parte del sistema económico por un día. Ejercer presión.
Claro que yo me uniré e intentaré convencer a otras de hacerlo. Algo dentro de mí me dice que esto es solo el inicio, que una vez actuando no habrá quien nos detenga ni a las más débiles, y seguiremos exigiendo a la sociedad y al gobierno que nos dejen vivir en paz, que nos dejen elegir, que nos garanticen igualdad, justicia, seguridad y, cuando llegue el tiempo, una muerte digna.
Soy feminista, como mujer y víctima de abuso sería antinatural para mí no serlo. Y juntas nos estamos haciendo fuertes.